15 de agosto de 2009

Casino Royale

De repente se acercó a la mesa un apostador nuevo que no conocía, nunca antes lo había visto. Hace ya un tiempo que trabajo en el casino, me cansa un poco la rutina, pero sigo adelante porque creo que este es el paso previo a la trascendencia. Algo así como una sensación metafísica, aunque yo no sepa bien qué es la metafísica, aunque mi sensación cambie todos los días.

Era un martes. Los martes viene menos gente a jugar, mucha menos. El salón se ve vacío y pareciera que el ruido de las maquinitas se potencia con el silencio de voces, murmullos y gritos de croupiers. Yo estaba en mi puesto de trabajo, parada al lado de la mesa de la ruleta, aburrida, nadie venía a apostar, entonces comencé a hacer una lista mental de las cosas pendientes, la lista de las compras de súper que sabía que no haría al otro día, porque me conozco, y sabía que al otro día me levantaría tarde, me conformaría con comer unos fideos con aceite y sin queso rallado, ¡por Dios, qué me cuesta comprar al menos un queso rallado!, y preferiría verme una peli antes que desperdiciar mis pocas horas vitales previas al trabajo encerrada en un Coto con música funcional de los '80.
En eso, apareció el apostador con ambas manos haciendo como una canastita que contenía un montón de fichas. "Tengo mucho para ganar y poco para perder", me dijo sin que yo le preguntara nada, sin que ni siquiera le hiciera una mueca. Pensé: "uf, uno al que le gusta conversar". Sonreí de compromiso y le pedí que apostara.

Ahí llegó él, el croupier, El Croupier, Él, (lo escribo así y pareciera que es como un Dios). Hacía varios días que no venía, parece que había estado enfermo. Vestía una camisa a rayas como de señor médico ya entrado en años que ha mandado a sus hijos a la universidad y ahora cada tanto juega al golf, a veces realiza tareas de jardinería, le gusta fumar habanos, y reír con Les Luthiers.

Me puse tan nerviosa que el apostador se dio cuenta y comenzó a mirar para la mesa de black jack, mientras yo me mordía el labio inferior y sentía que las orejas me hervían. Luego, se dio vuelta de pronto hacia mí y empezó a reír a carcajadas. No sé porque se reía así, pero no me dio para preguntar. Me quedé callada y le hice un gesto como de que vuelva a apostar y él puso todas las fichas sobre el 29. Tiré de la ruleta y al tiempo que giraba nos miramos fijamente a los ojos con el apostador, los dos quietos, expectantes. "Colorado el 30", grité con más fuerza que nunca, porque por dentro un poco festejaba que el apostador hubiera perdido por tan poquito. Me había caído mal, me había parecido canchero, sin ir más lejos se me había reído en la cara unos minutos antes.

Se paró. Me dijo: "Disculpame si fui grosero hace un rato". No supe que hacer, quería tirar de nuevo y que ganara, quería decirle que yo en realidad no era así pero que estaba despechada por el croupier de las camisas que no me registra, quería decirle también que ahora que lo miraba bien me gustaba su sonrisa, y que sus manos haciendo canastita me inspiraban ternura. "Todo bien", susurré como una estúpida, mientras pensaba que ya no me interesaba tanto trascender.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

mmmmm como me suena el nuevo
apostador...
es mas, escuche el rumor
de que cuando se pone bravo,
se hace llamar Milagros...
jeje
La ñora de la casa

Aluminé dijo...

sí, sí, es bravo casi siempre...

seguirás escuchando rumores...

love, peace y moteles!