Salgo corriendo de casa, como todos los días. (Mi amiga Mona dice que en otros tiempos yo era muy puntual, yo hago un esfuerzo tremendo para recordar esos tiempos)
Llego a la oficina de venta de pasajes. Tengo el numero 031 y van por el 007, pero lo peor es que pasa media hora (a esta altura ya mandé mensaje de texto a mi jefa para avisar que llego tarde) y no llaman al número siguiente. Estoy sentada entre una joven y un musculoso del tipo “chico bolichero”. Él no para de quejarse, y con sus quejas salgo perdiendo yo: su aliento me está matando. Trato de no respirar, pero es imposible evitarlo. Me echo sobre el asiento resignada a esa realidad que me toca vivir. Ni siquiera tengo un libro para leer, es que en las últimas dos semanas sólo llevo apuntes para obligarme a estudiar en los ratos libres, en alguna ocasional espera como esta, o en el viaje en subte.
Y sí, ocurre lo que tenía que ocurrir, lo que trato de evitar: me pongo a pensar. Pienso en mis ideas, en mi estado de tranquilidad, en los consejos que doy, en la entereza que demuestro. ¿Me estaré mintiendo? ¿Será esta la calma previa a la tormenta? Enumero las cosas que me quedan por hacer. Uf, es mucho. Un tipo que acaba de llegar saludó muy amistosamente a uno de los vendedores de pasajes y se sentó directamente a realizar la transacción. Lluvia de quejas de un lado y del otro. Yo me quedo callada. Creo que si hablara no me quejaría porque no me están atendiendo sino que le pediría encarecidamente al “musculoso”, que además está en musculosa, que fuera por favor a lavarse los dientes. Eso es más indignante que el hecho de que no me atiendan. Me tengo que ir, por un lado llego tardísimo al laburo, y por otro, corro peligro de desintegrarme bajo ese aliento nocivo.
Ocho cuadras, y la Cabeza que no para: estreno, parcial, parcial, mudanza, vestidos, mi inseguridad, la soledad, estreno, parcial… ¡ahhhhhhhh! Y todo esto con 34 grados que parecen 45.
Ya es de noche, escribo como excusa para no estudiar, y me dispongo, en breve, a saltar al vacío. Es inminente.
Siempre me gustó la canción de Los Redondos: “el futuro ya llegó”.