Sale del trabajo. Siente que la ciudad la devora, la come viva. Camina por Florida encapuchada, hay días en que quisiera flotar, no sentir que está inmersa en toda esta cotidianeidad. Trabajar, cocinar la cena, trapear el piso, mantener conversaciones coherentes. Todo le pesa.
Tiene un nudo en la boca del estómago. Hay respuestas que no encuentra a las miles de preguntas que se hace por minuto, por segundo. Hay dolores que siguen doliendo, que cada tanto emergen, que sobrevuelan y la invaden.
La primavera no llega nunca, el frío le sigue calando los huesos. Su cuerpo no registra diferencia entre tres o quince grados. Sus manos tiemblan.
“Sos una atormentada, por eso vas a ser una gran actriz”, le dijo una vez su hermano mayor. Nunca pudo olvidar tamaña conclusión. Fue en un bar de cordillera, ella lloraba por un amor que no fue. ¿Será eso? ¿Serán sus tormentos los que la hacen sentir fuera del mundo?
Definitivamente no combina con el paisaje citadino. Hace rato que no camina descalza por el pasto, que no admira la inmensidad del mar, que no se sienta a la vera de una cascada, que no respira aire sin smog.
Está atada al deber, no deja nada librado a la suerte, tiene plazos que cumplir para todo. No usa agenda y, sin embargo, toda su vida está programada, diagramada. Aún así no llega. ¿Adónde no llega? Ni ella lo sabe. Establece miles de medios para llegar a miles de fines que va olvidando en el camino.
Loquenofue
loquenoes
loslibrosquenolee
laspelículasquenove
losplanesquenoconcreta
loslugaresquenovisita.
Todo eso, así junto y desordenado habita esa cabeza, esa gran cabeza. Es hora de parar.
¿Sabrá cómo?